Lo que está sucediendo a lo largo y ancho de nuestra piel de
toro tiene un responsable principal, la suave lluvia que cae lentamente sobre
el territorio empapándolo todo de corrupción, lo que provoca un desánimo
generalizado, desconocido hasta ahora por estos lares.
Enumerar uno a uno los escándalos que nos envuelven en la
última década no tiene ahora demasiado sentido porque lo que se impone, al
margen de ocuparse de que paguen los responsables, es encontrar soluciones que
vuelvan a dotarnos de la normalidad democrática que permita velar por los
intereses de la gran mayoría de los españoles.
En este sentido, cada día que pasa se atisba en el horizonte
que la salida del pozo no está, desde luego, en la celebración de nuevas
elecciones, ni en la continuidad del equipo y las políticas de Mariano Rajoy
que, en gran medida, han conducido a España al lugar en donde estamos. En la
mayoría de los países europeos de nuestro entorno la gestión realizada por los
populares hubieran llevado hace tiempo a conjugar el verbo dimisión.
En consecuencia, la única posibilidad que aparece en el
frente es la formación de un Gobierno de progreso que permita la profunda
renovación que precisa la actual estructura política y el mantenimiento de
nuestro depauperado estado de bienestar.
Para ello, se hace menester un liderazgo fuerte, apoyado por
una organización unida y con la intención y capacidad de sentarse en una mesa
para poner todas las cuestiones sobre la mesa, por muy espinosas que estas
sean. No se me ocurre otro nombre que el de Pedro Sánchez, a pesar de las
zancadillas que le tienden desde sus mismas filas, para emprender el difícil
camino al que deben sumarse todas las demás fuerzas que se califiquen de progresistas,
con la voluntad de llegar a un consenso en los ejes fundamentales de las
políticas del que sería nuevo Ejecutivo, aparcando para un futuro cercano las
diferencias que hasta la fecha parecen insalvables. Está en juego el futuro de
todos.
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